El viernes, 31 de julio de 1964, la tripulación se reunió a lo largo de la tarde-noche a bordo del “Ortac“. Esa misma tarde cambiamos el amarre al pontón de atraque del puerto de yates de Hamburgo. A lo largo del día siguiente se rotularon las conservas, se almacenaron las provisiones y se realizaron los últimos trabajos necesarios en el barco. Por la tarde todo estaba listo para la salida. El viento de noroeste había aumentado, de forma que abandonamos el puerto en la oscuridad y nos dirigimos a nuestro lejano destino con un rizo en la vela mayor y con un fuerte “hipp-hipp-hurra” de unos 30 marineros que quedaban atrás. Éramos nueve hombres a bordo, todos marineros experimentados. Todos nosotros conocíamos el “Ortac”, algunos desde hacía algunos meses y otros desde hacía ya varios años.
El Elba no nos quería soltar, tuvimos que bajar barloventeando con un viento de NO de fuerza 5-6 con ráfagas aún más fuertes. En Altenbruch la guardia de estribor nos despertó de forma poco amable mediante una visita al fondo del río Medem. Unos cuantos movimientos bruscos nos llevaron a la velocidad del rayo a cubierta, donde enseguida nos empapamos. Intentamos escorar el barco para liberarnos trasluchando, pero no lo conseguimos. Antes de poder recoger los foques batientes, la Klüver se rajó en una de sus secciones y su escota de estribor se partió en el empalme de alambre. El barco bailaba y los golpes dificultaban el trabajo en cubierta. Preparamos el ancla. Sin embargo, afortunadamente, las olas de un barco de vapor con ayuda de la vela mayor nos volcaron hacia el otro lado y con la subida de la marea quedamos libres.
Todos respiramos con alivio. Con la creciente tormenta de NO tampoco hubiéramos podido salir fácilmente de la desembocadura del Elba. Por eso volvimos a Glückstadt para que cosieran la vela en la velería de Hinsch. El lunes volvimos a zarpar con ONO y vientos más flojos. Por la noche pasamos Heligoland y nuestro trabajo del día comenzó con maniobras de boyas, en las que tenían que participar todos. En cubierta llevábamos siempre chalecos salvavidas. Todos debían demostrar que sabían manejarse con ellos. En los trabajos en cubierta todos debían asegurarse con la correa de seguridad de un metro fijada al chaleco salvavidas. A un independiente que no podía acostumbrarse a esta norma, incómoda sobre todo con el buen tiempo, fregar la cubierta durante su tiempo libre le ayudó a acostumbrarse para siempre.
Según nos acercábamos a nuestro primer destino, Pentland-Firth, entramos en calmas y campos de niebla con vistas brumosas. En Firth ya no veíamos casi nada y apenas teníamos viento, así que con todo el dolor de nuestro corazón tuvimos que descartar la idea de atravesarla navegando a vela. Interesante, o casi preocupante para nosotros que navegamos sin motor, fue la casi inimaginable fuerza de los escarceos de las corrientes que se extendían a lo largo de varias millas. En dirección al norte nos pasó el barco de vapor sueco “Adelsoe”. Manfred, en calidad de reciente teniente en la reserva de la marina alemana, le comunicó con señales de luz nuestra petición de que indicara nuestra posición a Norddeichradio. La recepción de la comunicación fue confirmada, pero el aviso no llegó nunca.
Tras pasar las Islas Orcadas, navegamos con vientos del NE–SE con fuerza de entre 3-5 y un estado de la mar solo moderado hasta las Islas Vestmannaeyjar (islas de los hombres del oeste) alcanzando Heimaey con una buena velocidad utilizando la Spinnaker. Desde Hamburgo necesitamos en total 10 días. Las condiciones meteorológicas siempre habían sido favorables. Nuestra velocidad media ascendía a 6 kn. No era de extrañar que el ambiente a bordo fuera estupendo y que la vida a bordo fuera de una armonía perfecta que solo se experimenta en raras ocasiones. Los días de sol se aprovecharon para secar y airear, para aseos corporales y limpieza de la cubierta, para realizar pequeños trabajos a bordo y para pescar.
La recepción del sistema Consol era excelente en el Atlántico Norte, en cambio por el norte del Mar del Norte a menudo no era fiable. Dado que de los nueve hombres de la tripulación cinco contaban con el título de patrón de embarcación deportiva de alta mar, el sextante se dirigió al sol y también a las estrellas. Casi todos los cálculos mostraban una buena correspondencia con la localización-Consol.
Al acercarnos a la costa islandesa el oficial de navegación familiarizó a las guardias con las normas de señalización de emergencia indicadas en el manual de navegación. Aparte del hecho de que nosotros mismos podríamos necesitar socorro en unas aguas desconocidas para nosotros y con corrientes cambiantes, nuestro viaje era también un viaje de formación que debería ser lo más variado posible.
A la costa islandesa nos acercamos con niebla; durante toda la noche no vimos ninguna luz de faro, a pesar de que conforme a Consol y a la posición estimada del barco ya deberíamos haber visto un faro hace algún tiempo. En particular, deberíamos haber visto el fuego de la nueva isla volcánica surgida y cuyos destellos eran visibles a 60 millas náuticas con buena visibilidad. Al alba aparecieron entre la niebla dos rocas planas que al principio consideramos que eran las islas más sureñas de las Islas Vestmannaeyjar. Cambiamos el rumbo y nos encontramos con un viento muy flojo ante una rompiente. Finalmente, el viento desapareció por completo.
Al aclararse el tiempo nos íbamos dando cuenta que ya habíamos llegado a la posición esperada de Heimaey y que ahora las dos rocas eran Bjarnarey y Ellisday, ya que nos habíamos confundido por la alta niebla. Teniendo en cuenta las condiciones desconocidas de corrientes, la calma y la cercanía de la rompiente pensamos que sería más inteligente hacernos ver mediante el disparo de bengalas blancas por un pescador que se encontraba cerca y que después también nos remolcó al puerto de Heimaey.
Enseguida nos convertimos en huéspedes del pescador que nos remolcó a Heimaey. Puso su baño a nuestra disposición y nuestra primera y más agradable actividad en Heimaey fue limpiarnos de sal. Como recién nacidos fuimos saliendo uno detrás de otro de la bañera y a continuación nos agasajó con café y pasteles. Después, nuestro anfitrión nos enseñó la isla en su Opel y VW. Estábamos impresionados tanto por el alcance de su hospitalidad como por las bizarras y abruptas formaciones de la isla de rocas, que debe su carácter salvaje al volcán hoy extinto.
Poco antes de medianoche, Gerhard Wolf y yo salimos con cámara y trípode. Los isleños nos habían advertido de que en la oscuridad seríamos testigos de una imagen impresionante: Desde un lugar determinado de la isla hay vistas a Thurtsey, en español: Isla del demonio. Se trata de una conocida isla volcánica que había surgido de repente hacía nueve meses a 15 millas náuticas de la costa islandesa y sobre cuyo surgimiento informó la prensa internacional. Thurtsey pertenece geográficamente a las Islas Vestmannaeyjar y estaba a unas 10 millas náuticas de nosotros. A pesar de la ligera niebla, brillaba candente delante de nosotros.
La baja manta de nubes reflejaba los destellos del cráter. Debido a ello, la isla estaba sumergida en una luz rojiza. En ese reflejo se reconocían incluso los puntos en los que la lava desembocaba en el mar. El Dr. Helmut Wever, que junto con el resto de la tripulación observaba Thurtsey por la noche desde una cima cercana, tratará en el camino hacia Reikiavik, nuestro siguiente puerto, de acercarse al volcán. Estábamos en ascuas y deseábamos ardientemente que el viento y el tiempo nos fueran favorables. Casualmente, nuestros anfitriones eran los únicos habitantes de Heimaey que hasta entonces se habían atrevido a pisar la isla volcánica (los demás aún sentían el gran miedo que les invadió cuando la isla surgió a tan poco distancia de ellos).
Así que recibimos información de primera mano sobre el lugar más adecuado para desembarcar. Con vientos moderados, pero una visibilidad muy mala, partimos después de apenas dos días de la acogedora Heimaey. Estimamos que para el recorrido del trayecto que teníamos por delante, que en realidad era corto, necesitaríamos bastantes horas, dado que el viento no era favorable y solo soplaba débilmente. Nos movíamos muy despacio entre los campos de niebla. Pasamos junto a un par de rocas que emergían escarpadas del mar y sabíamos que íbamos bien. Aún no habíamos decidido si podríamos acercarnos a Thurtsey, porque debido a las condiciones de visibilidad del momento nos arriesgábamos a acercarnos al volcán más de la cuenta. Por suerte la visibilidad iba mejorando y sentíamos que se nos caía un peso de encima.
Por fin, a lo largo de la tarde avistamos la isla, gris sobre gris, pura montaña de cenizas. Al surgir Thurtsey del mar, lo primero que hizo fue emitir cenizas, cantidades enormes de ceniza, que se habían acumulado alrededor del cráter y formaban ahora un muro alrededor del mismo de 160 metros de altura. La propia isla tenía un diámetro de 3 km. Cuanto más nos acercábamos, más emocionados estábamos. Preparamos anclas y con la sonda íbamos acercándonos a la orilla. Helmut aproó el barco y el ancla cayó. Echamos el bote al agua. Gernot, Manfred y yo éramos los primeros que podían llegar a la orilla. Todos los demás se quedaron a bordo para mantener el “Ortac” plenamente disponible. Rápidamente cruzamos los 40 m. Saltamos a tierra con chalecos salvavidas y botas de goma. Fuimos recibidos por un joven alemán muy simpático que había sido llevado allí por pescadores para poder exponerse durante una semana sin molestia alguna al cosquilleo del peligro. Él nos instruyó brevemente y después los tres nos martirizamos entre las cenizas.
La subida al cráter era lenta, dado que nos hundíamos profundamente en las cenizas. Yo me adelanté, porque me sentía atraído por una fuerza mágica. Sorprendentemente, el sonido de la rompiente, de la que nos estábamos alejando, era cada vez más fuerte. Hasta que me di cuenta de que el sonido no provenía del mar. Recorrí los últimos metros. Lo que vi me quitaba el aliento. Como hechizado contemplaba el interior del cráter de 60 m de anchura, que borboteaba y hervía a apenas 100 m de distancia. Su lava se movía bruscamente como sopa de aquí para allá y era proyectada hacía arriba en intervalos cortos, llegando su calor hasta mí en forma de olas. La candente lava arrojada caía sobre sí misma una y otra vez, aunque una parte también caía por la pared baja del lado sur del cráter fluyendo lentamente montaña abajo hasta el mar. Allí se formaban enormes nubes de vapor de agua. La vista de esa especie de caldera de bruja rugiente se nos quedó a todos grabada en la memoria de forma indeleble. Estábamos seguros de que este viaje no nos ofrecería nada más extraordinario ni más impresionante.
Hacia la tarde, después de que los nueve hubiéramos subido a la montaña, levamos el ancla y navegamos a vela lentamente en semicírculo alrededor de la isla. Durante horas estuvimos en silencio en cubierta, de cara a la montaña y a solo unos pocos cientos de metros de las corrientes de lava que allí morían. Incluso cuando ya llevábamos varias horas de travesía, el reflejo del volcán seguía ardiendo como una antorcha en el horizonte, hasta que la luz del amanecer lo disolvió lentamente.
El resto de la travesía hasta Reikiavik transcurrió sin incidentes reseñables.
El domingo, 16 de agosto, atracamos por la mañana temprano en Reikiavik. Con ello finalizamos la primera mitad del viaje. Teníamos la intención de quedarnos una semana para que todos tuvieran la oportunidad de conocer el país y su gente. Una mitad de la tripulación se fue con coche y tienda de campaña hacia el interior del país y la otra mitad permaneció en el barco, preparada, por si hubiera que realizar una maniobra de cambio de amarre en el puerto. La visita al interior nos transmitió una impresión corta pero duradera de la a menudo desolada, aunque atrapadora, belleza del país. A lo largo de la semana nos fueron abandonando en barco de vapor y en avión los que tenían que volver a trabajar. En su lugar llegaron antes del domingo nuevos miembros de la tripulación.
Nuestra salida de Reikiavik tuvo que ser aplazada dos veces. La primera vez del sábado, 22 de agosto, al lunes siguiente, debido a que las provisiones aún debían ser desembarcadas del buque de carga. La segunda vez, porque Jens, uno de los nueve miembros de la tripulación, tenía fiebre alta. El martes, 25 de agosto, por la tarde, después de dejar a nuestro enfermo en Reikiavik, zarpamos con viento fresco rumbo a Akureyri. Ya en la primera noche tuvimos que tomar rizos y cambiar los foques, dado que el viento subió a 6 y venían muchas ráfagas. De forma general, siempre que la distancia a tierra lo permitía, en las maniobras de toma de rizos o cambio de foques colocábamos el barco con el viento de popa para que la tripulación en el castillo de proa no se mojara innecesariamente.
Elegimos el destino Akureyri, y por tanto circundar Islandia, para que Jens tuviera oportunidad de subir allí a bordo y hacer el viaje de vuelta con nosotros. Las condiciones meteorológicas con vientos constantes dominantes del norte eran favorables para la navegación según la información facilitada por el servicio meteorológico de Islandia y la guardia costera. Sin embargo, los vientos del norte estaban helados. En Reikiavik la temperatura del agua era de 9 °C y la temperatura diurna de 10 °C. Como en la primera parte del viaje, en cubierta siempre llevábamos chalecos salvavidas.
Precisamente con el agua tan fría teníamos que tener especial cuidado, dado que incluso con un tiempo favorable una caída por la borda podría ser bastante peligrosa.
Una de las dificultades consistía en bordear el Cabo Norte. Aunque nos manteníamos a unas 10 millas náuticas de distancia del cabo, con una fuerza del viento de 1-2 había un fuerte mar de fondo y además fuertes escarceos y mar de través. Temporalmente tuvimos que arrizar la vela mayor y navegar en dirección oeste para mantener el barco relativamente tranquilo. Cuando volvió el viento, pasamos lentamente el cuerno con una mar aún muy intranquila. A la mañana siguiente apareció a lo lejos una formación sobre el agua que podría ser una gran montaña o uno de los icebergs anunciados. Según la documentación consultada (imprescindible debido a la declinación magnética parcialmente insegura), era un iceberg. Dado que las condiciones meteorológicas eran excelentes, decidimos ir a verlo.
Desde la decisión hasta el iceberg había unas 25 millas náuticas, según la corredera. Conforme a nuestras estimaciones desde una distancia de 2 a 3 millas náuticas, el iceberg tenía una altitud de 180 a 280 m. Cuando cerca de nosotros aparecieron grandes piezas de hielo, viramos y nos volvimos a dirigir a nuestro destino, Akureyri. Gritamos ballena a la vista cuando a una distancia de aprox. 200 m aparecieron unas ballenas soplando. La temperatura del agua en el iceberg era de 4°C y la temperatura del aire a la sombra de 6°C. Al norte de Islandia nos encontramos con parecidas temperaturas del agua y del aire. La estufa de petróleo no era útil en el mar, dado que ardía muy mal con el movimiento. A pesar de ello, nadie pasó frío porque íbamos equipados con material de abrigo (también en las literas). En cubierta los movimientos necesarios para generar calor los producíamos boxeando unos contra otros. También el cocinero de a bordo proveía las reservas de calorías necesarias a través de sus buenas y abundantes comidas y bebidas.
Con fuerte brisa de popa entramos por la noche a la luz de la luna en Eyafjördur, en cuyo final se encuentra Akureyri. Las montañas exteriores con una altitud de 800 m estaban cubiertas de nieve hasta 100 m más abajo. Con vientos flojos, originados en parte por la cobertura, nos adentramos en el fiordo de 30 millas náuticas de longitud. En una de las calmas nos remolcó un pequeño barco de pesca. Por la tarde apareció Jens en avión, un poco pálido, pero sin fiebre. Aprovechamos el día siguiente para realizar una excursión por tierra a los campos de azufre y lava y a las fuentes calientes.
Por la tarde volvimos a zarpar con viento fresco rumbo a Beidenfleet an der Stör, donde el 19 de septiembre tendría lugar la salida del NRV y del HSC. Dado que ya solo disponíamos de 12 días, nos preocupaba el hecho de poder llegar a tiempo
Nos mantuvimos lejos de las Islas Feroe y de las Shetland calculando los rumbos de tal forma que siempre manteníamos una separación de más de un 10% de la distancia navegada desde la última localización. Regularmente emitíamos las correspondientes señales de niebla. El viernes por la mañana recibimos una respuesta del arrastrero alemán “Sägefisch” que se cruzó en nuestro rumbo a solo 200 m de distancia. Navegamos junto al arrastrero y le comunicamos a gritos que transmitiera nuestra posición a Norddeichradio para que esta reenviara nuestra posición según lo acordado a Hamburgo. Tampoco esta comunicación llegó a su destino.
Los últimos tres días tuvimos vientos de moderados a fuertes del NO y el martes por la noche con vientos de fuerza 7 llegamos a Heligoland. Gracias a los vientos favorables de los últimos días pudimos pasar tranquilamente dos días de reserva en Heligoland que aprovechamos para realizar algunos trabajos en el barco. El viernes navegamos en siete horas hasta Glückstadt y el sábado subimos el río Stör con vientos de fuerza 7 rumbo a Beidenfleet.