Detlef Rost, ingeniero de 30 años, el patrón más joven de la Carrera Transatlántica de 1966, llevaba nuestro yate “Ortac“. Christian Emmermann, estudiante de empresariales de 24 años, era el cocinero de la tripulación compuesta por 8 hombres. Guardia de estribor: Detlef Rost, patrón, 30, Christian Emmermann, cocinero, 24, Niels Bleese, 25, Friedrich Schmersahl, 24. Guardia de babor: Dr. Hellmut Wever, jefe de guardia, 36, Gernot Feldhusen, oficial de navegación, 23, Dirk Bleese, 27, Wolfgang Mertz, 26. El siguiente artículo de Detlef Rost y Christian Emmermann apareció el 13 de agosto de 1966 en el periódico ZEIT:
Navegar, comer, dormir y navegar y navegar – solo eso importaba. No “cruzamos el charco” de cualquier manera, participamos en una carrera. Y eso significa: A bordo no reinaban las contemplaciones y el confort. Sabíamos que nuestro viejo y querido “Ortac“, construido en 1937, no tenía posibilidades de ganar contra los modernos yates de los 41 rivales, sobre todo contra los americanos; pero por supuesto no queríamos desperdiciar un solo minuto ni una sola milla.
Cuando comenzamos frente al faro de Saint David en la punta este de las Islas Bermudas, ya habíamos realizado ya tres grandes regatas frente a la costa americana y posteriormente el Bermuda-Race, la famosa carrera oceánica de Newport a Hamilton, la capital del archipiélago británico. Más de cien yates participaron en esta carrera de la que en Europa uno apenas se podía hacer una idea. Se trata de uno de los eventos deportivos más impresionantes y da una idea de la superioridad general de los americanos en este deporte en comparación con los europeos, tanto en cantidad como en calidad.
En las Bermudas hubo una serie de fiestas y festejos de los que no vimos mucho: Nuestro barco “hacía aguas”, tenía una par de daños pequeños que debían ser reparados. El anfitrión del evento social probablemente más impresionante era Alfried Krupp von Bohlen und Halbach, cuyo yate “Germania VI“ capitaneado por Hans Viktor Howaldt participaba en la regata. Organizó una cena para unas quinientas personas. Antes de que hubiera comenzado la Carrera del Atlántico de 1966, ya se estaba haciendo publicidad de la carrera de 1968. En 1968 la federación Norddeutsche Regatta Verein de Hamburgo celebra sus cien años de existencia y por ese motivo se volvía a navegar de las Bermudas al buque faro Skagen (y más allá hasta Travemünde).
De las Bermudas al buque faro Skagen, ese era también ahora nuestro recorrido de la regata. En Copenhague volvimos a pisar tierra firme por primera vez. La Carrera del Atlántico de 1966 se celebró con motivo del centenario del Real Club de Yates Danés. En juego estaba el trofeo del rey de Dinamarca. Lo ganó el “Ondine“ con el patrón S. A. Lang. El “Ondine“ ya había sido el mejor en las dos carreras oceánicas anteriores, en 1960 de las Bermudas a Skagen y en 1963 de Newport a Plymouth; se trataba de la tercera victoria consecutiva del yate americano.
Zarpamos el 29 de junio a las 16.15 h, horario de Bermudas. Llevábamos la vela mayor arrizada. El viento soplaba del noreste con fuerza de seis a siete. La mar estaba revuelta. La lluvia y la bruma dificultaban la visión. Puede sonar raro, pero teníamos por delante unas 3.400 millas náuticas de Atlántico y realizamos una salida en falso como un esprínter nervioso que solo tiene cien metros por delante. Una corriente nos había llevado demasiado pronto más allá de la línea de salida; dimos la vuelta tal como manda el reglamento y volvimos a salir correctamente. Habíamos perdido un par de minutos. Aún no era muy importante perder un par de minutos. Solo cuando se acumulan hora a hora y día a día se convierten en decisivos.
La mayoría de la gente cree que los mayores esfuerzos para el barco y la tripulación surgen en el Atlántico de las tormentas. Pero navegar a vela con spinnaker con vientos de moderados a fuertes agota a la tripulación tanto como una tormenta. Aún más: sentíamos que el cansancio no era solo físico sino también psicológico. Con la spinnaker el yate iba a velocidad máxima. Los murmullos y silbidos del agua al pasar, los quejidos y gemidos del barco que trabajaba duro en el mar, todo esto ocasiona un ruido que molesta al sueño casi tanto como el ruido de una calle de una gran ciudad. Los nervios se tensan tanto como el material del barco. Existe temor a que en cualquier momento se rompa algo. Habíamos experimentado lo mismo al inicio de la regata: Una spinnaker salió volando, el grillete y el cabo se habían partido.
La destreza y dureza con la que una tripulación maneja su barco se manifiesta demostrando si y durante cuánto tiempo se logra navegar “a tope», por utilizar una término marinero. Es decir, esforzándose por alcanzar en cada segundo la máxima velocidad posible, tensando el barco y los nervios también al máximo, pero sin sobrecargarlos nunca. La tripulación hace malabares sobre un límite fijado al milímetro por la técnica de regata. En el deporte de vela moderno, el material y todo el barco deben ser lo más ligeros posible y sin embargo, aquí está la contradicción técnica, deben ser especialmente resistentes.
Ir hasta el límite de la resistencia y no sobrepasarla nunca es fundamental en el arte de navegar a vela en el océano. En esta carrera y con nuestro viejo barco existían algunas cargas adicionales. En la mejor etapa recorrimos en cinco días apenas mil millas. Lo que significa que alcanzamos una velocidad media de unos ocho nudos. La velocidad máxima del “Ortac” es de diez nudos. Nunca antes habíamos alcanzado con nuestro barco una velocidad tan alta sostenida a lo largo de tantos días. Durante cuatro de esos cinco días en los que íbamos a máxima velocidad, casi tan rápido como cualquier de barco de vapor, había una densa niebla. Solo podíamos ver entre 50 y 200 metros. Esto era especialmente desagradable por la noche.
Conforme al reglamento marítimo, con tan poca visibilidad no se debería ir a una velocidad tan alta. Y también aquí en el Atlántico, apartados de las rutas habituales de los barcos de vapor, el comportamiento conforme a los principios marineros colisionó con la ambición deportiva. ¿Era correcto correr ese riesgo de velocidad en la niebla? Bueno, sabíamos que los otros 41 yates también lo hacían … Procuramos mantener el riesgo muy bajo. Los cuatro hombres, que hacían las correspondientes guardias, cambiaban cada media hora: Soplar la bocina de niebla, timonear y vigiar.
El cocinero, que después tuvo tiempo suficiente para llevar la cuenta, anotó finalmente: Soplamos 8640 veces la bocina de niebla. Resulta difícil imaginarse lo nerviosos que estábamos. Era significativo que más de un hombre libre de guardia saltara de la litera y subiera rápidamente a cubierta al oír cualquier ruido fuerte. Aquellos días de niebla, nuestro sueño era más bien un estado de duermevela. Y cuando realmente se rompía algo del aparejo, era extremadamente liberador. Cuando el patrón, bruscamente despertado, aparecía en cubierta, ya había alguien preparado con herramientas, cabos de repuesto, alambre o grilletes.
No podemos decir que pasáramos miedo en algún momento, pero después de cuatro días de niebla, de cuatro días con nuestros nervios puestos a prueba y de haber recorrido al menos setecientas millas náuticas, nos preocupaba nuestra correcta localización. Teníamos que contar con un considerable desplazamiento de la localización, dado que nuestras posiciones estimadas (conforme a la velocidad y al rumbo de la brújula) eran muy inexactas como consecuencia de las oscilaciones en la dirección y fuerza del viento y del abatimiento en la navegación a vela.
¿No nos habríamos desplazado demasiado hacia el norte? La temperatura del agua era cada vez más fría y al final era de solo diez grados Celsius. Nuestra brújula, de la que nos habíamos fiado durante cuatro días, ¿seguiría marcando bien el rumbo? ¿La habría despistado alguna pieza de hierro? Estábamos demasiado alejados de cualquier emisora, para un posicionamiento por radio. ¿O no? En la tercera noche de niebla el patrón fue despertado por la guardia de babor: Se había recibido una recta de altura del radiofaro-Consol de Nantucket, según la cual estaríamos a unas 160 millas náuticas al norte del Círculo Máximo. ¿Pero cómo habíamos podido recibir la señal de Nantucket?
¿Desde una distancia aproximada de 1.300 millas náuticas? Bueno, en el servicio náutico de radio se puede leer que el alcance de estos radiofaros por la noche puede ser superior a las 1.200 millas náuticas, pero no pudimos comprobar el posicionamiento por radio. La guardia de babor había olvidado determinar la corrección de la línea de rumbo. Probablemente estábamos 40 millas náuticas al sur de nuestra posición estimada. Al volver hoy la mirada al recorrido de la carrera, son estos días de niebla los que determinan nuestro recuerdo.
¿No nos habríamos desplazado demasiado hacia el norte? La temperatura del agua era cada vez más fría y al final era de solo diez grados Celsius. Nuestra brújula, de la que nos habíamos fiado durante cuatro días, ¿seguiría marcando bien el rumbo? ¿La habría despistado alguna pieza de hierro? Estábamos demasiado alejados de cualquier emisora, para un posicionamiento por radio. ¿O no? En la tercera noche de niebla el patrón fue despertado por la guardia de babor: Se había recibido una recta de altura del radiofaro-Consol de Nantucket, según la cual estaríamos a unas 160 millas náuticas al norte del Círculo Máximo. ¿Pero cómo habíamos podido recibir la señal de Nantucket?
Como pudimos comprobar después, en esos días habíamos alcanzado una notable ventaja frente a otros muchos yates. Aunque después tuvimos la mala suerte de caer en largas calmas. Desde las Bermudas habíamos seguido inicialmente el rumbo hacia un punto A: Se había fijado para que los yates no entraran en latitudes demasiado nórdicas con peligro de hielo. En el punto A, el oficial de navegación, Gernot Feldhusen, estudiante de sociología de 23 años, ofreció una “gran fiesta“ con un discurso a Neptuno
Nos divertimos mucho en este viaje. Si bien es verdad que en los últimos días de calma también hubo algo de tensión entre la tripulación. No tendría sentido callarnos este hecho. Probablemente esto pasó en todos la yates de la Carrera del Atlántico. La contribución del cocinero a que el ambiente se mantuviera en un nivel que permitiera el rendimiento máximo no fue pequeña. Sus menús eran bastante presentables. (“Nunca tan pocos comieron tanto“). Determinante para el feliz viaje fue también el hecho de que no hubiera lesiones. Uno de los ocho hombres era médico: Dr. Hellmut Wever, con 36 años el de mayor edad en el “Ortac“, médico jefe de una clínica de Hamburgo
Por juego del destino, él fue el único que precisó tratamiento: sufrió una infección en el antebrazo. El médico a bordo fue el “factor de seguridad nº 1”. Ningún yate debería salir a una carrera oceánica sin médico.
Y por lo demás, dos spinnaker salieron volando y nos acordamos mucho de la velería en tierra. La tercera aguantó y si también se hubiera roto, hubiéramos llegado a la meta días más tarde. Realizamos 61 maniobras de vela.
Con una spinnaker, sometiendo a la tripulación y al material a los esfuerzos más duros, navegamos en total 236 de 542 horas y más de 1.427 millas náuticas. Estas cifras seguramente no impresionarán a un lego en la materia, pero a los conocedores les dará una idea de la «aventura del Atlántico».
No ganamos la carrera. Un periodista, que conoce el Atlántico y sabe cómo se sienten los navegantes oceánicos cuando navegan con un yate tranquilo y sin posibilidades, nos dijo: “Pero si vosotros también sois campeones, cualquiera que cruce el Atlántico de esa forma es de alguna manera campeón». Bueno, para nosotros fue la mayor experiencia vivida hasta entonces …